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EL BLOG DE PEDRO

CINE

ADIOS OJOS AZULES

ADIOS OJOS AZULES

El cáncer pudo finalmente con Paul Newman, leyenda indiscutible del cine estadounidense cuyos ojos azules, posiblemente los más famosos de Hollywood y los que más suspiros provocaron, serán tan recordados como su brillante carrera.

                                               

   

 

Borat, trailer de la pelĂ­cula

 

 

UN LABERINTO PARA ESCAPAR DE LA REALIDAD

 

    

EL LABERINTO DEL FAUNO

Dirección y guión: Guillermo del Toro.
Fotografía: Guillermo Navarro.
Montaje: Bernat Vilaplana.
Música: Javier Navarrete.
Intérpretes: Sergi López, Maribel Verdú, Ivana Baquero, Ariadna Gil, Alex Ángulo, Doug Jones.

www.ellaberintodelfauno.com

 

El laberinto del Fauno es un excelente cuento de hadas, de hondísimo trasfondo, en el que todo sale a pedir de boca. Una fábula antifascista sobre la desobediencia de la imaginación, que viene a dotar de continuidad a esa aproximación poética a la Guerra Civil y sus consecuencias que su director ya iniciara de manera encomiable, pero con menor acierto, en El espinazo del diablo.

El laberinto... es mucho más onírica, brutal, metafórica, compleja, bella y perfecta que la primera parte de lo que parece será un trilogía. Tanto, que después de verla es obligado descubrirse ante ese realizador mexicano, tan insólito como perturbador, que se llama Guillermo del Toro. Cuyo cine, mezcla de un cierto romanticismo barroco y un compendio de fantasía desbordante, tiene algo más que una pretendida vocación de entretener.

No hagan demasiado caso a los spots publicitarios que ha elaborado la Warner para vender el producto al público adolescente. Esta no es una película de palomitas. Nada más lejos de la realidad. Más allá del tropel de personajes mitológicos o ficticios que toman partido en la narración, la cinta supone un viaje fascinante por las reminiscencias del recuerdo perturbador de una España en dos partes dividida, de conclusión tan arrebatadora que cuando uno se levanta de la butaca no puede más que odiarse a sí mismo y, por extensión, a todo el género humano.

Y qué mejor que narrar los horrores de la guerra a modo de cuento de hadas, cuyos orígenes ‘freudulinaos’ y perturbadores posibilitan la presentación del franquismo como el horror último; como una perversión de la inocencia y de la infancia. Y de este modo, cuando para una niña la realidad es el terror diario de una dura posguerra, la creación de un mundo de fantasía se convierte en la única forma de escape donde, escondida, sobrevive la esperanza.

Al igual que le ocurriera a Ana, personaje inolvidable de ese portentoso ejercicio cinematográfico que toma el título de El espíritu de la colmena, Ofelia, la niña que protagoniza el film de del Toro, se mueve por ese mundo imaginado sin ningún miedo, dispuesta a caminar de la mano de cualquier quimera en forma de engendro, se llame Frankenstein o se llame Fauno porque, en realidad -o, mejor dicho, en la realidad-, ambas niñas saben con acierto que los verdaderos monstruos son de carne y hueso.

La última creación de Guillermo del Toro, aceptada en Cannes y Nueva York, muy probablemente formará parte junto con Volver, de Pedro Almodóvar, del listado de cinco films que lucharán en marzo por el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Y no es para menos porque, esta cinta, formalmente perfecta y que cuenta con un par de interpretaciones fantásticas –las de Sergi López e Ivana Baquero-, está llamada a ser una de las revelaciones del año.

Paradigma de ese cine que, incluso de talante fantástico, se lleva bien con la metáfora, El laberinto del Fauno supone una inolvidable odisea a lo largo de dos intensas horas de metraje. Es una auténtica joya. Una película inacabable, inmortal, que permanecerá en la memoria de todos aquellos que tengan el inmenso placer de escucharla, verla y sentirla. Es decir, un viaje que nadie debería perderse. Simplemente, chapeau.

WORLD TRADE CENTER

 

    

Director: Oliver Stone.
Guión: Andrea Berloff.
Fotografía: Seamus McGarvey.
Montaje: David Brenner y Julie Monroe.
Música: Craig Armstrong.
Intérpretes:Nicolas Cage, Michael Peña, Maggie Gyllenhaal, Maria Bello, Stephen Dorff, Jay Hernandez, Michael Shanon.

http://www.wtcmovie.com/

Nunca se sabe de dónde viene y hacia dónde va, si es un devoto comunista, un convencido anarquista o un liberal de pro. Por eso, el hecho de que Oliver Stone, cuyos últimos trabajos giraban en torno a la figura de Fidel Castro, fuese el elegido para ponerse a las órdenes de este titánico proyecto titulado sin más ambages World Trade Center a más de uno le provocaba tensión, intriga y mucha, pero que mucha curiosidad.

Ahora llega el resultado a unas pantallas todavía consternadas por el paso de otro filme sobre el 11 de septiembre, United 93 y tras un auténtico empacho de especiales que con motivo del quinto aniversario del suceso han llenado los medios de comunicación de todo el mundo.

Stone lleva a la pantalla una historia basada, muy estrictamente, dice, en las experiencias de dos policías de la autoridad portuaria que quedaron atrapados entre los escombros de los dos rascacielos, moviéndose a caballo entre los pensamientos, las conversaciones de estos dos hombres que intentan sobrevivir a fuerza de no dormirse y el caos del exterior, con las familias en perpetua tensión y las unidades de rescate haciendo lo que buenamente pueden.

Ante todo, no se puede negar que la cinta, emocionar, emociona. Sobre todo esa primera media hora en la que todos los acontecimientos, que se sienten tan hondamente terribles, se precipitan: la sombra del primer avión, el temblor de edificios, la constatación de la tragedia cuando los agentes llegan a la zona del suceso y se encuentran perdidos, deseosos de ayudar pero sin saber cómo, los papeles volando, gente llena de polvo, heridos. Es realmente sobrecogedor y Stone demuestra, como ya había hecho en otros trabajos, que con pequeñas y certeras pinceladas puede vendernos lo que quiera –si no que echen un vistazo a JFK y lo comprenderán-, algo a lo que ayuda su enorme control del proceso de montaje.

El problema surge cuando a medida que avanza la narración se hace evidente que los personajes están descritos con brocha gorda y que la sensiblería desplegada en muchos momentos consigue salir a flote por la simple razón de que se cuenta con la complicidad emocional de un espectador todavía consternado cuando recuerda todo lo que pasó ese día de 2001.

World Trade Center pierde especialmente la batalla con la aparición de ese contable fanático religioso que le confiesa a su líder espiritual que ha de hacer algo por su condición de ex marine, sentenciando en un par de momentos: “Dios me envía para esta misión” o “somos marines, tú eres nuestra misión”. No se duda de que un personaje así exista – de hecho, no se duda en absoluto-, pero la manera en que entra en la narración es lo de lo más artificial e incomprensible. También contribuye a la derrota esa nueva careta hueca a modo de personaje del intérprete Nicolas Cage, al igual que esa moralina fácil con la que acaba la cinta.

Es innegable que todo el mundo está de acuerdo en que fue un día en el que muchos seres humanos pasaron con nota la difícil prueba que les presentó la vida, pero una película tiene que conseguir algo más que lo obvio... más si es Oliver Stone el que está detrás de ella. Se echa de menos a ese cineasta que fascinaba con sus enrevesadas conspiraciones en torno a presidentes queridos u odiados, como en JFK o Nixon, que se atrevía a hacer películas quizá no redondas, pero al menos innovadoras, punzantes, como Giro al infierno, que reflejaba los vericuetos nada limpios de la zona financiera más importante del mundo, Wall Street, o que se iba a Vietnam a demostrar que él estuvo allí, que volvió del infierno y lo contó, Platoon o Nacido el cuatro de julio.

Algunas de las virtudes de Stone se han quedado por el camino, al igual que su capacidad de análisis. ¿Cómo se explica si no que afirme que ésta no es una película política? Desde el momento en que se queda con el drama de los agentes de seguridad y no de los civiles, está haciendo una película política; cuando introduce fragmentos de los discursos de Bush durante ese día o cuando aparece la palabra venganza, también lo hace.

Más allá de que se esté de acuerdo con la visión presentada, claramente alineada a la de Bush, lo cierto es que World Trade Center no es más que un sencillo drama con momentos espectaculares en el que, como pasa en otros acompañados por el temible “basado en hechos reales”, la obsesión por la fidelidad a lo acontecido y a las personas que vivieron el suceso lastran el resultado final, dejando en este caso tan solo escombros del talento de su director.

Tres 'cabezas de turco' en Guantánamo

    

CAMINO A GUANTÁNAMO

Director: Michael Winterbottom y Mat Whitecross.
Fotografía: Marcel Zyskind.
Montaje: Mark Goldblatt, Mark Helfrich y Julia Wong.
Música: Harry Escott y Molly Nyman.
Intérpretes: Ruhel Ahmed, Asif Iqbal, Shafiq Rasul, Riz Ahmed (Shafiq), Farhad Harun (Ruhel), Arfan Usman (Asif).

No podía estrenarse en un momento más indicado esta película, cuando hace pocos días los medios de comunicación se hacían eco de una rebelión de los prisioneros en Guantánamo. Tal como se hizo en Reino Unido, se estrena simultáneamente en DVD y en cines esta cinta por la que resultaron premiados como mejores directores en el Festival de Berlín un habitual de estas citas, Michael Winterbottom, y Mat Whitecross.

A medio camino entre el documental y la ficción, Camino a Guantánamo narra la historia de tres amigos británicos que viajan a Pakistán para asistir a la boda de uno de ellos y pasar unos días por la zona y acaban encarcelados en la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba. Son las semanas posteriores al 11 de septiembre y sin prever el riesgo que puede conllevar, acuden a la vecina Afganistán con el objetivo de prestar ayuda humanitaria ante la inminente llegada de tropas norteamericanas que quieren derrocar al régimen talibán.

El viaje les lleva de Karachi a Kandahar, y de allí a Kabul y Kunduz, lugar al que llegan en contra de su voluntad, y del que escapan tras los fulminantes bombardeos y en su huída son atrapados por la Alianza de Norte, una unión de grupos armados con el objetivo deponer a los talibanes. De ahí pasan a ser prisioneros del ejercito norteamericano que en su selección ‘de los más peligrosos terroristas’ –tal como se informó a todo el mundo- se hizo con una buena colección de cabezas de turco a los que se llevo a esa ignominiosa base cubana.

La gran baza de la película es que alterna las entrevistas a sus tres protagonistas reales -Ruhel Ahmed, Asif Iqbal y Shafiq Rasul- con la película que reconstruye toda su historia, que acerca al espectador al infierno que sufrieron los conocidos por la prensa inglesa como los ‘Tres de Tipton’. Quizá lo que se echa en falta es una mejor explicación de las razones que les llevan a acercarse a Afganistán en unos momentos tan peligrosos, pero se intuye una principalmente: una inocente curiosidad (son tres chicos, uno de 23 y dos de 18 años, no especialmente religiosos) guiada por la falta de conocimiento de la magnitud de lo que se avecina.

La cinta hace que el espectador tome la distancia exacta con la historia narrada gracias a los fragmentos de las entrevistas, que ponen al espectador con los pies en la tierra y favorecen, ante todo, una reflexión mesurada más allá de emociones confusas. No se la pierdan.

Devorado por su causa

   

GRIZZLY MAN

 

Director y narrador: Werner Herzog.
Productor: Erik Nelson.
Fotografía: Peter Zeitlinger.
Montaje: Joe Bini.
Música: Richard Thompson.
Intervienen:Timothy Treadwell, Amie Huguenard, Carol Dexter, Val Dexter, Willy Fulton, Werner Herzog.

www.grizzlymanmovie.com

La historia de un tipo como Timothy Treadwell estaba destinada a acabar en las manos de Werner Herzog. El director alemán, famoso por trabajos como Aguirre, la cólera de Dios o Fitzcarraldo, siempre se sintió atraído por los personajes empeñados en llevar sus obsesiones hasta el final aunque les costase el rechazo y la incomprensión de los que les rodeaban, y Treadwell era así. En su lucha por proteger a los osos Grizzly perdió, literalmente, la vida: él y su novia murieron por el ataque de esos feroces mamíferos.

Grizzly Man es un documental en el que Herzog se involucró hasta tal punto que decidió ser el narrador. De esta manera introduce al espectador en el estrambótico mundo de Treadwell, un tipo que fundó la organización Grizzly People para la defensa del oso pardo, animal por el que se empezó a interesar tras visitar en 1989 uno de sus santuarios en el McNeil River State, en Alaska. La experiencia fue tan importante que desde 1992 todos los años acudió el Parque y Reserva Nacional de Katmai, en el mismo estado, sacando en un principio fotos y realizando estudios, y a partir de 1999 grabando horas y horas de videos que el cineasta alemán analizó a fondo. De esta manera, encontró momentos realmente impactantes que ponen al desnudo la convulsa personalidad de su protagonista, un hombre con el que la sociedad norteamericana estaba familiarizada gracias a sus apariciones en televisión en programas como el show de David Letterman y a sus campañas escolares de difusión de la importancia de proteger a animales como los Grizzlies.

Su pasión por los osos Grizzly se convirtió en una especie de religión que le salvó de una juventud llena de altibajos, bañada en alcohol y drogas, en la que destaca su intención de ser actor, que le llevó a estar a punto de conseguir el papel de camarero en la famosísima serie Cheers que finalmente dieron a Woody Harrelson.

Herzog se mete de lleno en la polémica que desde el principio levantó la actitud de Treadwell. Para los indígenas de la zona rompió el orden natural al saltarse la frontera entre osos y humanos, que ellos siempre respetaron, y otros, como el propio Herzog, piensan que su lucha era un contrasentido porque mostraba a estos feroces carnívoros como seres cercanos, e intentaba que se acostumbrasen a la presencia humana, lo que les podía hacer más vulnerables a los cazadores. Además hace patente que frente a la su visión de la vida en armonía, el cineasta alemán ve una un mundo lleno de muerte y caos.

La película está narrada fantásticamente, llevando al espectador de lo absurdo a lo trágico, de lo patético a lo tierno. En determinados momentos es realmente abrumadora, sobre todo al acercar todos los detalles de su muerte, un suceso que entraba dentro de los cálculos de Treadwell. Y es que aquellos que han encontrado el sentido de su vida en una peligrosa dedicación tienen la secreta percepción de que morirán jóvenes.

Hay momentos en los que implora a los dioses de todas las religiones que llueva, en que se comporta con coquetería delante de la cámara, habla de su relación con las mujeres o hace demostraciones continuas de su amor hacia los animales, llorando cuando observa a unos cazadores tirar piedras a los osos. Treadwell provoca la risa y la emoción a partes iguales.

Todos tienen voz, los ecologistas, los cazadores, los inuits, los familiares, los amigos, y a todos se respeta por igual. Los cambios de humor, la personalidad del protagonista recuerdan al actor fetiche de Herzog al que hace referencia sin mencionarlo en un momento de la narración cuando dice algo así como que “no era la primera vez que había visto estos arranques de furia en cine”. Se refiere, por supuesto, a Klaus Kinski, al que le dedicó un fantástico documental titulado Mi enemigo íntimo.

Grizzly Man es una historia impactante, desasosegante, que no deja a nadie indiferente. Es un documento que muestra lo salvaje de la naturaleza animal, pero, sobre todo, las oscuridades del ser humano, capaz de llegar a extremos realmente sorprendentes. No se la pierdan.

Entretenimiento intranscendente

   

              

EL CÓDIGO DA VINCI

Director: Ron Howard.
Guión: Akiva Goldsman, basado en la novela de Dan Brown.
Productor:Brian Grazer.
Fotografía: Salvatore Totino.
Montaje: Dan Hanley y Mike Hill.
Música: Hans Zimmer.
Intérpretes: Tom Hanks (Robert Langdon), Audrey Tautou (Sophie Neveu), Ian McKellen (Sir Leigh Teabing), Jean Reno (Captain Fache), Paul Bettany (Silas), Alfred Molina (Bishop Aringarosa), Jürgen Prochnow (Vernet).

El “que hablen de mí aunque sea mal” vuelve a ser más que cierto en esta ocasión en la que desde el Vaticano, el número dos de la doctrina eclesial, Ángel Amato, advertía: “Confío en que todos ustedes boicoteen la película”. Al final se refuerza la intención inicial de los responsables de la cinta y, por supuesto, de esa máquina de hacer dinero que es Dan Brown: conseguir que acudan a las salas un montón de personas gracias al morbo que provoca ver algo considerado blasfemo. Al igual que sucediese con La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, aquí el mayor punto de conflicto es la manera en que se concibe la relación de Jesucristo con María Magdalena, a lo que esta cinta añade vacilaciones sobre su naturaleza divina.

Esas dudas son las que surgen en la investigación que inicia el experto en simbología Robert Langdom con la inestimable ayuda de Sofie, una criptógrafa con un intrigante pasado. Langdom está de paso por París para dar una conferencia, cuando es requerido por la policía porque el anciano conservador del Louvre con el que tenía previsto reunirse ha sido asesinado. La escena del crimen ha dejado un rastro de símbolos y acertijos que lleva a los protagonistas de la capital francesa a Londres en busca de un secreto que la Iglesia no está dispuesta a que sea revelado.

Este tipo de películas que vienen precedidas de tan enorme repercusión, de las que tanto se habla, que tan omnipresentes están que parece que pasan a formar parte del oxígeno que respiramos, corren el riesgo de no ser juzgadas por sus valores intrínsecos, más allá de todo lo que pulula a su alrededor.

El código da Vinci es una película entretenida narrada con pulso, algo que era de esperar del eficaz trío Brian Grazer, productor, Akiva Goldsman, guionista, y, sobre todo, Ron Howard, director, cuyos anteriores trabajos, Una mente maravillosa o Cinderella Man, así lo acreditaban. El problema es que transcurrida la primera hora y media -dos y media dura en total-, la película entra en la dinámica de dar vueltas y vueltas sobre ese secreto guardado por los templarios bajo el nombre de Santo Grial, que después de las oleadas de debates surgidos a raíz del fulminante éxito editorial de la historia poco tiene de secreto.

Además, la salsa de una película, sus personajes, son meras piezas que se mueven al son que marca Ron Howard, un director muy limitado en el plano artístico, que no entiende de sutilezas, que lo quiere explicar todo, absolutamente todo, con imágenes, insultando de esta manera la inteligencia del espectador y contribuyendo a que el cine se convierta en un producto de usar y tirar.

En esta ocasión el libreto de Goldsman no cubre las carencias estilísticas de Howard como en otras ocasiones, porque, en vez de tomar como punto de partida un libro simplón pero efectivo y convertirlo en una buena película –ahí está la ejemplar Los puentes de Madison, sobre un texto mediocre de Robert J. Wallace-, aquí se conservan sus aspectos más ingenuos: una historia de malos despiadados, la iglesia y el Opus Dei, frente a buenos, aquellos que luchan por una de esa verdad irrefutables y sin aristas.

De hecho, hay personajes, como el del Obispo Aringarosa, interpretado por Alfred Molina, que son casi caricaturas. También, la historia que explica la sumisión de Silas, el despiadado monje albino capaz de llegar al extremo de asesinar a quien sea por defender sus ideas religiosas, un personaje que no cae en el ridículo gracias al esforzado trabajo de Paul Bettany.

Silas es uno de los personajes de esta galería de tipos torturados marcados por traumas de su pasado que tanto gustan a Hollywood, traumas como los del protagonista y sus problemas con la claustrofobia o los de su partenaire, Sofie, con un accidente de tráfico. Son estos detalles los únicos que podrían dar emoción a los protagonistas, unos muy poco inspirados Tom Hanks y Audrey Tatou, de cuya relación se podría sacar petróleo y no se consigue más que un par de instantes de emoción.

Ron Howard ha realizado una película ingenua e intrascendente, un entretenimiento para espectadores poco exigentes o simplemente con ganas de pasar el rato, que más allá de polémicas y titánicas campañas publicitarias, puede ser el acicate para que el espectador se interese por interesantes aspectos de la religión y su iconografía acudiendo a fuentes mucho más fiables, seguro, que las de Brown.

El cine pierde la fe

       

Durante décadas, la representación que mereció la Iglesia católica desde distintas miradas cinematográficas no fue esencialmente negativa; más al contrario, en sus sacerdotes se subrayaban con frecuencia virtudes como la comprensión, la templanza y la ayuda a las clases más desfavorecidas. Y no sólo las obras españolas de las décadas franquistas utilizaron esas imágenes, también los largometrajes estadounidenses de las décadas centrales del siglo XX fueron un buen ejemplo de esa tendencia.

Para Juan Orellana, director del departamento de Cine de la Conferencia Episcopal, los cambios en el mundo del celuloide en los últimos años no revelan una animosidad especial hacia la Iglesia, sino que “son producto de su tiempo. El cine es reflejo de la calle, y con todo el proceso de secularización y de urbanización de las sociedades modernas, aquellas figuras entrañables, más vinculadas al mundo rural, desaparecen y las películas comienzan a nutrirse de los escándalos que aparecen en la prensa. Eso ha hecho que, en algunas ocasiones, los personajes vinculados a la Iglesia aparezcan con un tono más siniestro, más malvado”.

Alejando Rodríguez de la Peña, profesor de Historia Medieval de la Universidad San Pablo – CEU y uno de los intelectuales católicos que más extensamente ha analizado El Código Da Vinci, cree, por el contrario, que esta actitud “no es fruto de una concepción social de la que estaría alimentándose el cine sino que proviene de unas ideologizadas elites intelectuales. Hay directores de cine y novelistas que son adversarios de la Iglesia, y en sus obras se trasluce una intención notable de hacer daño a sus instituciones. El peligro es que logren cambiar la imagen que la gente tenía de la Iglesia”.

Contra el Opus

¿Sería el caso de El Código Da Vinci? ¿Habría en la película de Ron Howard (y en la obra de Dan Brown) un deseo fundamental de dañar las instituciones católicas? Para Juan Orellana, no es el caso. “Si bien es cierto que hay películas que nacen desde la animosidad que un determinado guionista o director tienen contra la Iglesia, El Código lo que propone, más que un ataque, es un vaciamiento de contenido de la Iglesia misma, ya que si Jesús no tiene esa dimensión divina, todo lo que la Iglesia significa se viene abajo. Pero, en realidad, lo que hace es conectarse con una mentalidad en boga, de espiritualidad difusa y muy new age, con una filosofía supuestamente oriental de rasero bajo. Es verdad que, de ir la obra contra alguien, no sería contra la Iglesia, sino contra el Opus Dei, a quienes retrata de un modo muy siniestro”.

La oficina central del Opus en Roma hizo público un comunicado, suscrito por su portavoz, Manuel Sánchez Hurtado, en el que se señalaba que “la película mantiene las escenas de la novela que son falsas, injustas y ofensivas para con los cristianos e incluso multiplica su efecto injurioso por la potencia que tienen siempre las imágenes”. El teólogo, historiador y sacerdote del Opus, José Carlos Martín de la Hoz, señala que estamos ante un ataque directo al catolicismo, ya que en la novela se niegan asuntos de tremenda importancia como “la divinidad de Jesús o el dogma católico. Han escogido al Opus como blanco de sus ataques como podrían haber escogido a otro; nos duele mucho más que ataquen los fundamentos de la Iglesia”

Rodríguez de la Peña, que también cree que El Código es una arremetida contra la Iglesia, estima que esta clase de obras no siempre surten el efecto que pretenden, aunque terminen por calar en parte de la opinión pública: “Hay un sector de la población, más joven y menos formado, que quizá sí crea la visión deformada de la Historia y del Cristianismo que El Código nos ofrece”. Según Martín de la Hoz, “la novela de Dan Brown tiene un final que la gran mayoría de las personas cultas rechazan, y cualquiera que tenga un criterio sólido sabe que los datos que ofrece no responden a la realidad. Pero también hay lectores más jóvenes en los que se puede influir fácilmente. Además, lo grave es que esta novela surge como una seta en un humus existente, en el que se está utilizando la novela histórica para atacar a la Iglesia. Por ejemplo, en Los pilares de la tierra, de Ken Follet, los franciscanos eran los malos. En La cena secreta, la novela de Javier Sierra, lo son los dominicos...”

Creadores y catolicismo

Quizá el asunto vaya más allá. Si se repara en los creadores contemporáneos, muy pocos de ellos se manifiestan públicamente católicos. Tampoco escriben, dirigen o componen obras explícitamente imbuidas de esa clase de valores. Para Rodríguez de la Peña, “si se hace análisis de tiempos largos, la cultura católica lleva mucho tiempo en crisis. Salvo la excepción de la Inglaterra de los conversos, con grandes autores como Chesterton, los católicos llevamos dos siglos sin decir demasiado. Pero si nos centramos en los últimos años, es verdad que faltan, y se hacen mucho más necesarios, medios de comunicación, artistas, creadores, personas de relevancia en la vida social y cultural que se manifiesten favorablemente para con nuestros valores”.

Una perspectiva que comparte el representante de la Conferencia Episcopal, Juan Orellana. “Desde los medios de comunicación, lugares en los que se genera la opinión pública, hay una intencionalidad frecuente de eliminar los vestigios de lo cristiano, de sustituir los valores provenientes de la tradición cristiana por sus opuestos, invirtiendo deliberadamente la concepción del trabajo, de la familia, etc. Y como lo que la gente ve en televisión es lo que va a misa... Pero, por otra parte, tampoco podemos olvidar que hay muchos artistas que provienen de una tradición cristiana y que se contagian de esa mentalidad. Creen, rezan, van a misa pero eso no se traduce en su forma de escribir o de trabajar”.

Para Martín de la Hoz, teólogo del Opus, “la vida cultural española está repleta de valores católicos que se siguen percibiendo, caso de la familia, como los más importantes de nuestra existencia. Lo que ocurre es que existe una minoría influyente que los ataca sistemáticamente”.