Entretenimiento intranscendente
EL CÓDIGO DA VINCI
Director: Ron Howard.
Guión: Akiva Goldsman, basado en la novela de Dan Brown.
Productor:Brian Grazer.
Fotografía: Salvatore Totino.
Montaje: Dan Hanley y Mike Hill.
Música: Hans Zimmer.
Intérpretes: Tom Hanks (Robert Langdon), Audrey Tautou (Sophie Neveu), Ian McKellen (Sir Leigh Teabing), Jean Reno (Captain Fache), Paul Bettany (Silas), Alfred Molina (Bishop Aringarosa), Jürgen Prochnow (Vernet).
El “que hablen de mí aunque sea mal” vuelve a ser más que cierto en esta ocasión en la que desde el Vaticano, el número dos de la doctrina eclesial, Ángel Amato, advertía: “Confío en que todos ustedes boicoteen la película”. Al final se refuerza la intención inicial de los responsables de la cinta y, por supuesto, de esa máquina de hacer dinero que es Dan Brown: conseguir que acudan a las salas un montón de personas gracias al morbo que provoca ver algo considerado blasfemo. Al igual que sucediese con La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, aquí el mayor punto de conflicto es la manera en que se concibe la relación de Jesucristo con María Magdalena, a lo que esta cinta añade vacilaciones sobre su naturaleza divina.
Esas dudas son las que surgen en la investigación que inicia el experto en simbología Robert Langdom con la inestimable ayuda de Sofie, una criptógrafa con un intrigante pasado. Langdom está de paso por París para dar una conferencia, cuando es requerido por la policía porque el anciano conservador del Louvre con el que tenía previsto reunirse ha sido asesinado. La escena del crimen ha dejado un rastro de símbolos y acertijos que lleva a los protagonistas de la capital francesa a Londres en busca de un secreto que la Iglesia no está dispuesta a que sea revelado.
Este tipo de películas que vienen precedidas de tan enorme repercusión, de las que tanto se habla, que tan omnipresentes están que parece que pasan a formar parte del oxígeno que respiramos, corren el riesgo de no ser juzgadas por sus valores intrínsecos, más allá de todo lo que pulula a su alrededor.
El código da Vinci es una película entretenida narrada con pulso, algo que era de esperar del eficaz trío Brian Grazer, productor, Akiva Goldsman, guionista, y, sobre todo, Ron Howard, director, cuyos anteriores trabajos, Una mente maravillosa o Cinderella Man, así lo acreditaban. El problema es que transcurrida la primera hora y media -dos y media dura en total-, la película entra en la dinámica de dar vueltas y vueltas sobre ese secreto guardado por los templarios bajo el nombre de Santo Grial, que después de las oleadas de debates surgidos a raíz del fulminante éxito editorial de la historia poco tiene de secreto.
Además, la salsa de una película, sus personajes, son meras piezas que se mueven al son que marca Ron Howard, un director muy limitado en el plano artístico, que no entiende de sutilezas, que lo quiere explicar todo, absolutamente todo, con imágenes, insultando de esta manera la inteligencia del espectador y contribuyendo a que el cine se convierta en un producto de usar y tirar.
En esta ocasión el libreto de Goldsman no cubre las carencias estilísticas de Howard como en otras ocasiones, porque, en vez de tomar como punto de partida un libro simplón pero efectivo y convertirlo en una buena película –ahí está la ejemplar Los puentes de Madison, sobre un texto mediocre de Robert J. Wallace-, aquí se conservan sus aspectos más ingenuos: una historia de malos despiadados, la iglesia y el Opus Dei, frente a buenos, aquellos que luchan por una de esa verdad irrefutables y sin aristas.
De hecho, hay personajes, como el del Obispo Aringarosa, interpretado por Alfred Molina, que son casi caricaturas. También, la historia que explica la sumisión de Silas, el despiadado monje albino capaz de llegar al extremo de asesinar a quien sea por defender sus ideas religiosas, un personaje que no cae en el ridículo gracias al esforzado trabajo de Paul Bettany.
Silas es uno de los personajes de esta galería de tipos torturados marcados por traumas de su pasado que tanto gustan a Hollywood, traumas como los del protagonista y sus problemas con la claustrofobia o los de su partenaire, Sofie, con un accidente de tráfico. Son estos detalles los únicos que podrían dar emoción a los protagonistas, unos muy poco inspirados Tom Hanks y Audrey Tatou, de cuya relación se podría sacar petróleo y no se consigue más que un par de instantes de emoción.
Ron Howard ha realizado una película ingenua e intrascendente, un entretenimiento para espectadores poco exigentes o simplemente con ganas de pasar el rato, que más allá de polémicas y titánicas campañas publicitarias, puede ser el acicate para que el espectador se interese por interesantes aspectos de la religión y su iconografía acudiendo a fuentes mucho más fiables, seguro, que las de Brown.
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